martes, 15 de mayo de 2012

CUENTOS DE BOCCACIO

NOVELA PRIMERA



Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin escaparse.


 

Muchas veces sucede, carísimas señoras, que aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben reverenciarse, se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que, para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente y después (fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciudadano nuestro.


 

Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo ; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese:


 

-Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar.


 

Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo:


 

-Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese:


 

-¿Cómo?


 

Repuso Martellino:


 

-Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar. A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.


 

Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir: -¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti, le preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido?


 

A lo que el florentino repuso:


 

-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar: -¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por Dios!


 

Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le empezó a interrogar.


 

Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo: -Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no. Dijo el juez:


 

-Que me place.


 

Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío, todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme.


 

Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose: -Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego. Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.

Los tres anillos[Cuento. Texto completo] Giovanni Boccaccio
Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:
-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.
Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.

LITERATURA RENACENTISTA

BOCCACCIO EN SU CONTEXTO

GIOVANNI BOCCACCIO EN MEDIO DE UN CONFLICTO

Boccaccio autor del Decamerón nació en 1313, (junio o julio) en Certaldo o en Florencia o en París, hijo de una mujer desconocida y de Boccaccino Chellino, quien era un comerciante adinerado que oficialmente y a menos que la vacilación lo reconoce.

En 1327, Boccaccio viaja a Nápoles con su padre, agente del Banco de Bardi. Una de sus principales influencias pudo conocerla en el año 1330 , cuando posiblemente asistió a las lecciones que daba Cino Pistoia, jurista-poeta y amigo de Dante y Petrarca, luego asciende al estudio de ley del canon. A partir de esa fecha Boccaccio escribió muchas obras, poemas, ensayos y todo tipo de trabajo literario hasta que finalmente compone su obra maestra elDecamerón (1349-1351)

Sociedad

El Decamerón tiene lugar en el contexto de las tensiones sociales crecientes en el siglo XIV en Italia, cuando la burguesía se enfrentaba a la vieja aristocrática, nueva clase mercantil frente a la nobleza feudal. La fricción entre estas dos clases, el patriciado y la nova gente, estaba en la raíz de muchos de los conflictos políticos, religiosos, y sociales.

Esto es visible en la obra de Boccaccio desde la perspectiva que él tiene hacia las diferencias sociales, muchas veces criticándolas desde la inoperancia que tenían para juntar a dos posibles amantes cuando estos pertenecían a clases sociales diferentes. Ejemplo claro es la historia donde una mujer que vivía con su padre al no conocer marido buscó la compañía de uno de sus súbditos causando la muerte de éste y suicidándose luego.

Las clases altas allí vivían gran parte de su tiempo como caballeros y damiselas ente la vista de todos, con palabras galantes y genialidades, resaltaban quienes fueran más prudentes en la calma e ingeniosos.

Boccaccio fue un hombre de grandes conocimientos, lo que le llevó a pertenecer quizá a la élite de los burgueses.

 

Magia

Para la imaginación medieval, los eventos sobrenaturales eran fascinantes y a menudo fenómenos aterradores que podrían inspirarse por el testamento de Dios (un milagro) o por los medios artificiales (la magia). Santo Tomas creyó que los poderes intelectuales que llamaron las ocurrencias mágicas no eran necesariamente malos, pero cualquier esfuerzo por frustrar el testamento de Dios era, por la definición, malo. Los eventos Mágicos, si iban en línea con la Providencia Divina, eran por consiguiente totalmente legítimos. En la cultura popular, la magia estaba en un área misteriosa de actividad natural y sobrenatural que no sólo comprendió la actividad paranormal sino también las supersticiones comunes y las preguntas más fundamentales de la fe. Lo que es más, la tradición del romance italiana incluyó una abundancia de motivos que dependían en los artículos mágicos como los anillos y los talismanes. Boccaccio estaba habituado a estas tradiciones populares y literarias, así como a los motivos mágicos en autores clásicos.

La magia y una gran creencia en lo sobrenatural aparecen continuamente en el Decamerón y en todas sus novelas. Aunque Boccaccio parece atizar la diversión y ridiculizar a aquellos que muestran una creencia ingenua en la magia, él también incluye elementos que no pueden explicarse exclusivamente por la razón, como las apariciones, sueños, y las situaciones fantásticas o inverosímiles.

Ejemplo claro de este tipo de herramienta literaria es la narración en la que una mujer que espera con ansiedad y tristeza a su amante le ve en sueños y este le cuenta que ha sido asesinado por los hermanos de ella quienes le enterraron en cierto lugar que él le revela. Posteriormente ella comprueba que era verdad lo que había pasado.

Como burla de quienes creen en la magia o en los milagros está el caso de la mujer de poca inteligencia que creyó que el arcángel San Gabriel la desea y por eso va a ella noche a noche en el cuerpo de un religioso.

El deseo Sexual

Tomar la pasión activamente era la manera varonil del sexo. Se esperaba que las mujeres fueran tímidas, y fue considerado obligación de hombres interpretar los “signos” mandados por sus esposas para poder satisfacerlos adecuadamente.

Pensadores religiosos no aceptaban la noción de que las mujeres tuvieran deseos sexuales en mayor proporción que los hombres. Esto afectaba a la distinción entre acción masculina e inacción de femenina durante el sexo. Sin embargo, se creía que las mujeres requerían más hombres para ser satisfechas.

Contrariamente al estereotipo moderno que ve a los varones como más susceptible al deseo sexual que las hembras, las mujeres en la Edad Media se vieron más lujuriosas que los hombres. La opinión general sostuvo que los hombres eran las criaturas más racionales, activas y más cerca al reino espiritual, mientras las mujeres eran carnales por la naturaleza y así más materialistas. En el Decamerón hay muchos ejemplos de mujeres lozanas con los deseos insaciables. Las monjas que se servían del hortelano “mudo” quien utilizó un refrán que alegaba que un solo gallo era suficiente para satisfacer diez gallinas, y en contrapunto que diez hombres difícilmente podrían satisfacer a diez mujeres.

Otro caso de la iniciativa de la mujer en lo relativo a actos sexuales es la narración donde un hombre fue asaltado y antes de morir le abrieron una puerta en una cabaña al lado de un castillo, en la cual vivía la amante del rey quien al verse desairada por el rey y al ver a este hombre de su gusto también lo utilizó sexualmente.

El sexo y el Clero

A partir del Siglo XI se ordenó el celibato para los sacerdotes. Llegado el siglo XIV era el momento en que muchos seguían sin cumplir este requisito; algunos, acudiendo a los burdeles, y otros, manteniendo esposas y/o amantes.

Las actividades sexuales del clero eran un asunto sumamente popular en la novela del siglo XIV en Italia y en Europa. Boccaccio es sumamente sensato comparado con muchos de sus contemporáneos. Los cuentos de Boccaccio sobre las infracciones sexuales de sacerdotes y otros clérigos sirve para resaltar la premisa principal de su trabajo: la noción que “todos los seres humanos actúan naturalmente y siguen sus deseos naturales, inclinaciones e instintos”.

Está el monje que se hizo pasar por arcángel. Además y para corroborarlo, hay una historia de la novena jornada en la que una abadesa es sorprendida (sor prendida, je, je) en compañía de un sacerdote y, en su confusión, se pone sus calzones en su cabeza. Al encontrarse con otra monja, ella se defiende con la excusa de que el deseo sexual es ineludible, incluso para los miembros del clero. Con tal de que el asunto se lleve discretamente, el resto de las hermanas es libre juntarse con los hombres que ellos les agraden.

La prostitución en el Decamerón


Hay muy sólo un caso obvio de prostitución en el Decamerón, es el de una mujer siciliana joven que estafa a Andreuccio en la jornada 2. Esta mujer joven se presenta como sumamente diestra y sumamente cruel. También están las cortesanas, mujeres que restringieron su negocio a la nobleza y empezaron a aparecer al final de la Edad Media como resultado de la urbanización. En general, la prostitución parece ser un tema que Boccaccio evita, contrariamente a su tratamiento de ciertas otras conductas sexuales.