CUENTOS DE BOCCACIO
NOVELA PRIMERA
Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la
tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de ser
apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin escaparse.
Muchas veces sucede, carísimas señoras, que aquel que se
ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben reverenciarse,
se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que,
para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia mía al
asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente y después
(fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciudadano
nuestro.
Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en
Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo
a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de
santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él,
según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de
la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que,
tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo ; y corriendo toda la
gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron a guisa de
cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí cojos, tullidos y ciegos y demás
impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al
tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso
llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi,
otro Martellino y el tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los
señores, divertían a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera
con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron
de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver
y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese:
-Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no
veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de
tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya
alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice,
está tan llena de gente que nadie más puede entrar.
Martellino, entonces, que deseaba ver aquello,
dijo:
-Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo
santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese:
-¿Cómo?
Repuso Martellino:
-Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por
un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis
sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure:
no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar. A Marchese y
a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados
los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera,
los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo
el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese
visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta
manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto
lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que
estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y
en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced
sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San Arrigo y, por algunos
gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y
puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de
la salud.
Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que
pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de
sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero
llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San
Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había por acaso un
florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así
contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo
enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir: -¡Señor, haz
que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un
lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti, le
preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido?
A lo que el florentino repuso:
-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como
nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas
de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído esto, no
necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar:
-¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo
tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose
el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de
donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole todos los vestidos
empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no
corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por Dios!
Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada:
las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual,
Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por
sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le
matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del
pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera habido un
expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la
guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en
representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún
malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego
que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír esto, una
docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin
tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del
mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron
al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían
escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no
pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir
todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el
juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le
empezó a interrogar.
Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese
aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le
hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para
después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole
el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo:
-Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los
que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo
he hecho y lo que no. Dijo el juez:
-Que me place.
Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la
había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos
decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío, todos
estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta
prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde
hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde
me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede
aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi
posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de
esos hombres malvados destrozarme y matarme.
Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y
Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él
sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose: -Mal
nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego.
Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron
todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a ver a un
Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y
contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas
de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía
en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no
quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio
contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en
ninguna guisa quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo
contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por
su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en
Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor
rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre,
sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro,
sanos y salvos se volvieron a su casa.
Queridos estudiantes, este cuento les deja una enseñanza enorme, ser mentiroso o buscar medios indecentes para alcanzar los objetivos son caminos peligrosos que nos guardan muchas espinas, se debe poner de frente siempre la verdad, así no llene de temor, porque nos libera rápidamente.
ResponderEliminarBusquemos caminos simples y justos para solucionar nuestros problemas.